
El gobierno absolutista es un sistema político en el que el poder se concentra en un solo gobernante, quien ejerce autoridad total sobre el Estado y sus instituciones, básicamente porque tiene el control total sobre todas las decisiones políticas, legislativas y ejecutivas. La ley no importa, porque la ley es el deseo del líder. No tiene necesidad de consultar a otros órganos de gobierno, o a la población, porque no existe una separación efectiva de poderes. Las funciones del gobierno están centralizadas en la figura del mandamás.
El absolutismo tiene sus raíces en la Europa de los siglos XVI y XVII, donde surgió ligado a las transformaciones sociales, políticas y económicas que siguieron a la Edad Media. Pero que siga existiendo en pleno siglo XXI, es un contrasentido, por decir lo menos.
El gobernante absolutista tiene control directo sobre la administración del Estado, pues ejerce el control de la economía, de los recursos y sectores clave y todo lo que sirva a los intereses del poder central. Influye en la burocracia, en el funcionamiento de las instituciones públicas y, principalmente, en la propaganda, que, en el mejor estilo goebbeliano, se usa para promover la imagen del líder y de esa manera legitimar su autoridad, al presentarlo como un protector y guía infalible del pueblo. Se desarrolla un culto a su personalidad y se presenta como un ser extraordinario con habilidades únicas para todo. Esto puede basarse en su ensalzamiento -mostrándolo como un individuo carismático e indispensable- pero también basado en la tradición histórica, la continuidad dinástica, o incluso, en una asociación con la religión, presentando su mandato como consecuencia de un derecho divino o herencia. Por supuesto, ni que añadir que la censura de medios y la manipulación de la información son totales. Por eso reprimen cualquier forma de oposición política, incluyendo partidos políticos y movimientos sociales, si es que existen. Esto se logra mediante la censura, la vigilancia y, en la mayoría de las ocasiones, la violencia. Para esto, los regímenes absolutistas mantienen un fuerte aparato militar. Así aseguran el control interno y pueden defenderse de amenazas externas. Usan desmedidamente la fuerza contra la población civil disidente.
La desigualdad social y económica es marcada. Sólo una élite privilegiada disfruta de acceso a recursos y poder, mientras que la mayoría de la población enfrenta limitaciones significativas.
Estas características se pueden observar en diferentes regímenes a lo largo de la historia y en diversas partes del mundo, aunque, obviamente, se manifiestan de diversas maneras según el contexto cultural, social y político de cada nación.
Tal vez usted, amable lector, mientras leía, pensó en Corea del Norte, Cuba, Arabia Saudita, Brunei o Suazilandia. Pero mi idea al escribir este artículo no es poner la lupa sobre los que ya son regímenes absolutistas, sino en los que están en vías de serlo, más rápido de lo que imaginamos. A ellos y a los demás, por las terribles consecuencias que esto puede traer... ¡que Dios nos agarre confesados!
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