
Las deportaciones de migrantes venezolanos a El Salvador y el ambiente de miedo que se ha creado a raíz del anuncio del Gobierno de Donald Trump de no renovar el Tratado de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a los compatriotas que lo tienen vigente hasta abril y septiembre de 2025, muestran un sesgo de crueldad que nada tiene que ver con el imperio de la ley y la defensa de los derechos humanos, tradicionalmente proclamados por los gobiernos norteamericanos.
No tengo dudas de que a quienes cometen delitos hay que aplicarles el peso de la ley. Sin embargo, uno de los grandes avances civilizatorios de Occidente y, en general de la Humanidad, consiste en que el castigo que se les inflige a quienes atentan contra la vida de
personas o contra la propiedad no debe estar marcado por la venganza, sino por la obligación de sancionar a quienes infringen la norma u ocasionan daños a otros seres. La finalidad del escarmiento debe dirigirse a logar que los infractores paguen por sus actos, corrijan sus comportamientos y puedan integrarse de nuevo a la sociedad. Se trata de
castigar con el fin de reintegrar. Solo aquellos sistemas donde se aplica la pena de muerte de forma generalizada no se interesan por la recuperación del condenado.
La saña con la está actuando el Gobierno de Trump contra los venezolanos, y ciudadanos de otras nacionalidades, vulnera los derechos humanos de forma escandalosa. En el caso de numerosos deportados a El Salvador, su pecado consistió en haber entrado de forma ilegal a
Estados Unidos. Hasta ahora no se sabe cuál otra falta cometieron, de cuál delito específico se les acusa o por qué no tuvieron la oportunidad de defenderse ante los tribunales competentes. No se ha cumplido con el debido proceso. La imputación de que forman parte de la banda criminal El Tren de Aragua o del Cartel de los Soles, según dicen las autoridades, constituye una cortina de humo creada para justificar actos de barbarie reñidos con el comportamiento de funcionarios que deben ceñirse a su mandato legal.
Ahora se sabe que en el lote de venezolanos enviados al país gobernado por Nayib Bukele, socio incondicional de Trump, incluyeron a jóvenes que no cometieron ningún acto punible, ni representaban peligro alguno para la seguridad de Estados Unidos, razón invocada con
frecuencia por los agentes de inmigración y el Gobierno federal.
Las imágenes que he visto a través de la televisión, de las redes y de los medios informativos que leo con frecuencia, me recuerdan esa películas y relatos en los que se narra cómo los cazadores de seres humanos se dedicaban en los siglos XVII, XVIII y XIX a capturar
hombres y mujeres para llevarlos como esclavos a las plantaciones del sur de Estados Unidos o de América Latina. A esas indefensas víctimas se les trataba como bestias, sin ninguna posibilidad de defenderse frente a sus captores o esclavizadores. Ese comportamiento feroz nunca tuvo justificación, pero podría explicarse por la inexistencia de un Estado de derecho que armonizara los conflictos sociales y, sobre todo, defendiera
los derechos de esos grupos a los que se les negaba una existencia digna.
Entre las conquistas de la Humanidad se encuentra el desarrollo de toda una arquitectura legal que permite proteger los derechos humanos, incluso de quienes han cometido alguna infracción o transgresión grave.
El Gobierno de Estados Unidos tiene el derecho a defender sus fronteras y establecer políticas que restrinjan la inmigración. Esas prerrogativas forman parte de su soberanía. Entre las principales ofertas electorales de Trump se encontraba detener el flujo migratorio por la
frontera sur. Pero, una cosa es cumplir sus promesas electorales y satisfacer las aspiraciones de los ciudadanos que votaron por él, y otra muy distinta es violentar el Estado de derecho.
El argumento según el cual se trata de una guerra contra los "enemigos" de Estados Unidos no es válido, menos aún invocar la Ley de Enemigos Extranjeros, de 1798. Después de la Segunda Guerra Mundial se definieron internacionalmente las normas que debían regir el trato con los prisioneros de guerra.
De los desmanes de Trump han tomado nota algunos magistrados del Poder Judicial, quienes han asumido que su obligación consiste en defender de forma irrestricta la vigencia del Estado de derecho y la protección de individuos por la ley. En su delirio megalomaníaco,
Trump ha pretendido enjuiciar al juez que trató de impedir el envío de deportados, en realidad secuestrados, a El Salvador. El presidente de la Corte Suprema de Justicia, John Glover Roberts, le plantó cara al primer mandatario, negándose a apoyar una proposición que quebranta la independencia de los poderes públicos y vulnera los principios del sistema republicano.
Frente a la perplejidad y desconcierto del Partido Demócrata, el Poder Judicial, que se ha opuesto a varias de las arbitrariedades de Trump, se levanta como la última frontera contra los excesos del autócrata instalado en la Casa Blanca. Esperemos que otros jueces y
magistrados se incorporen la defensa de la Democracia.
Por cierto, el Gobierno venezolano se ha mostrado muy preocupado por la suerte de los venezolanos agredidos por Donald Trump. Debería hacer los mismo con los centenares de presos políticos a los cuales se les pisotean continuamente sus derechos. Rectificar es
conveniente.
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