Venezuela tiene muchos años sometida por los caprichos de dos sectores políticos. Uno atrincherado desde el gobierno y otro desde la oposición. Ambos asistidos de recursos y con influencia en la opinión.
También ambos son rechazados por la inmensa mayoría de los venezolanos de bien. Su carencia de volumen popular lo compensan con una tenacidad digna de mejor causa. Dos minorías agresivas han atormentado y atenazado a Venezuela. Los resultados están a la vista.
Sus diferencias no son tan abismales, ni mucho menos siderales las distancias que separan a estos dos bloques políticos. Seguramente suscribirían los 10 puntos del programa de acción enumerados en el capítulo II del Manifiesto Comunista. Si uno escarba un poquito conseguirá que ideológicamente son almas gemelas. En su mayoría no tendrían mucho problema en autocalificarse como gente de izquierda. El asunto es que los socialistas son tantos en Venezuela, que todos no caben dentro de un solo presupuesto nacional. De allí que fue necesario crear un presupuesto ad hoc.
Lamentablemente, los ciudadanos de este país tenemos mucho tiempo poniendo la solución en manos del problema. Quienes gobiernan han hecho méritos para destruir más de 70% de nuestro PIB en los últimos 10 años. Los que aspiran a reemplazarlos no han sido muy originales y abrazan la idea de hacer peso para que el sistema se hunda. Desde luego la nave ha zozobrado, no sin antes haber puesto cada uno sus economías privadas a buen resguardo.
El poder político constituye un botín de guerra. En Venezuela, dada su precariedad institucional y la naturaleza de su economía petrolera, tal circunstancia concede una enorme ventaja a quien lo ejerce. En tal sentido, la prima de riesgo que representa perderlo también
es enorme al igual que el incentivo para retenerlo o para capturarlo.
Está lógica socava las instituciones políticas en nuestro país. Los fundadores de la llamada república civil, instaurada en 1958, identificaron este problema y construyeron espacios para edificar los básicos consensos púbicos que demanda el progreso sostenido de cualquier
nación. La Constitución de 1961 fue suscrita por un amplio espectro, desde los comunistas hasta el Opus Dei. Desde las barriadas hasta las zonas residenciales. Desde los caseríos hasta los centros urbanos.
Pero esa vocación de visión compartida se fue deformando. Del ejemplar pacto de Punto Fijo, pasamos al inefable condominio adeco-copeyano. El tesoro de la democracia se
convirtió en el régimen de los privilegios políticos. Una deriva que dio lugar a la corriente del chavismo.
Por alguna razón el liderazgo que ha prevalecido hasta ahora en la conducción de una parte importante del sector opositor venezolano, tiene la tendencia de consumir sus esfuerzos sin consolidar casi ninguno. De allí que nos parezca que se está en una fase eterna de siempre
empezar, sin que se vea en el horizonte la consecución de un objetivo específico.
Los sectores que pretenden hacerle oposición al gobierno de Nicolás Maduro, una y otra vez deben empezar de nuevo, prácticamente de cero. Nunca han podido de forma consistente poner pies firmes sobre alguna posición de conquista política. Como decía Winston Churchill, no se ha llegado “al fin del principio”.
El patético destino que finalmente experimentó el llamado gobierno interino presidido por Juan Guaidó, estuvo lejos de ser la digna capitulación que se reserva a los vencidos. Tampoco es una rectificación respecto a una política plagada de desaciertos propios de sus fallas de origen.
Los damnificados levantan sus enseres. Los derrotados recogen los bates.
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