László Toth (Adrien Brody), un eminente arquitecto judío húngaro y sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, reconstruye su vida en Estados Unidos, concretamente en Pensilvania, donde se reencuentra con un primo que lo aloja en precarias condiciones, mientras espera noticias de la reubicación de su esposa desde Budapest. Poco después, el destino lleva al genio, instruido en la Bauhaus, a la órbita del volátil Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un industrial obscenamente rico, que lo lleva tanto al éxito profesional como al caos personal.
Bajo esta premisa transcurre El brutalista, la que para muchos es la gran favorita para hacerse con el Oscar de Hollywood a la mejor película del año y cuya historia en la gran pantalla transcurre en poco más de tres horas y media (exactamente 215 minutos, con obertura, intermedio y epílogo), aunque está tan bien contada que no se hace para nada tediosa de cara al espectador. Ya ganó el Globo de Oro en el rubro de filme dramático, mientras que en comedia lo obtuvo Emilia Pérez, otra de las favoritas de esta accidentada temporada de premios 2025, acosada por los voraces incendios de Los Ángeles.
De esta épica recreación del director estadounidense Brady Corbet (Vox Lux: El precio de la fama) -exhibiéndose desde el pasado 23 de enero en Venezuela- hay que decir que está brillantemente interpretada por un consistente elenco, en el cual su protagonista, Adrien Brody, despunta como el actor del año en los galardones que faltan por anunciarse, tal y como lo hizo ya con el Globo de Oro.
Y ni qué hablar de su director, galardonado con el León de Plata en la más reciente edición del Festival de Cine de Venecia, además del Globo de Oro. Este ex actor de 36 años, quien trabajó con realizadores de la estatura de Lars von Trier, Oliver Assayas y Michael Haneke, alcanza una apreciable madurez creativa con su tercera película tras las cámaras, que cautiva con su provocador cúmulo de ideas en torno al privilegio social, el dinero, la identidad religiosa, la estética arquitectónica y la persistencia del trauma histórico.
No se trata de un filme sobre arquitectura, aunque sí la toma como referencia y manifestación física y palpable de las personalidades y posiciones de sus protagonistas. Tampoco es una película sobre la adicción a las drogas -Tóth usa opio para domar sus heridas de guerra–, pero es algo que la recorre de punta a punta y en algún momento se tornará inquietante de un modo particularmente áspero.
En buena medida, el responsable de que la película tenga una calidez y una vibración emocional, que no siempre surgen de la imponente pero algo distante puesta en escena, es Adrien Brody. El actor de El pianista vuelve a interpretar a otro perturbado sobreviviente del Holocausto, uno que no necesita hablar del tema para dejar en evidencia que lleva el peso de su historia cargado en su mirada triste y en su andar ansioso, apesadumbrado. Es su obra, de una manera impensada, la que puede hablar de su sufrimiento más que sus palabras.
Aunque no todos quieran escuchar lo que tiene para decir. En fin, una película cautivadora que recomendamos ampliamente.
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