El cónclave que viene
- Fernando Mires
- hace 5 minutos
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En pocos días más sabremos quien será el nuevo Papa (voy a escribir Papa con mayúscula porque no me gusta que se escriba como patata). En el Con-clave, esto es, con llave, 135 cardenales elegirán al nuevo Sumo Pontífice. Una elección de rutina, siempre acompañada de rumores, cálculos, noticias falsas, expectación y, sobre todo, misterio.
La elección de ese hombre será decisiva para la historia de la cristiandad, afirmarán algunos. Para nada, responden otros; elijan a quien elijan, la Iglesia seguirá siendo la misma de siempre. Ni lo uno ni lo otro, pienso yo. Todo depende de las circunstancias temporales en que será elegido un Papa y esas nunca serán las mismas de antes.
De qué modo se adapta la Iglesia a esas circunstancias, depende en gran parte de la personalidad religiosa y política de quien será elegido Papa. En ese sentido podríamos comparar la elección de un Papa con un barómetro. Por una parte esa elección mide la correlación de fuerzas entre las diversas tendencias que coexisten al interior de la Iglesia Católica a nivel mundial. Por otra parte, mide cómo se adapta la Iglesia a los desafíos que presenta, ya no la cristiandad, la humanidad.
Autoridad, poder, carisma
A través de la persona y personalidad de un Papa la Iglesia nos revelará la postura que mantiene en torno a las principales tendencias que se debaten en el mundo de hoy. Y eso es muy, pero muy importante. Porque si bien esa Iglesia es católica, es mucho más que eso. La voz del Papa es oída no solo por católicos, no solo por cristianos, sino por la mayoría de los gobiernos de la tierra.
A Stalin, un prágmatico ateo, no le importaba la opinión del Papa cuando respondió a Churchill - admirador del Islam aunque ustedes no lo crean- cuando éste propuso que entre los mandatarios de la alianza anti-Alemania debía ser invitado el Papa. ¿Cuántas divisiones tiene el Papa? preguntó entonces el cazurro Stalin. Churchill se limitó a respirar profundo el humo de su inconfundible puro, y no respondió. Pero probablemente debe haber pensado: el Papa no tiene ninguna división pero es escuchado por muchísimos más seres humanos que todos los generales de todas las divisiones militares del mundo entero, incluyendo a los rusos. Eso no lo podía entender Stalin. Para él contaba solo el poder que viene de las balas. Para Churchill en cambio contaba también el poder que viene de la autoridad. Y, evidentemente, en el mundo en que vivimos, el Papa es una autoridad. Una autoridad histórica, ética y, sobre todo, espiritual. Stalin carecía de esas autoridades y luego, por lo mismo, suponía que el Papa carecía de poder.
La autoridad del Papa es doble; viene de la tradición, en este caso de la cristiana, y viene del pasado histórico de Occidente, cuando a Pedro, discípulo de Jesús, le fue señalada la piedra sobre la cual sería erigida la comunidad judío-cristiana primero, y simplemente cristiana, después. De esa tradición viene el carisma papal, según Max Weber.
Después de Weber usamos la palabra carisma en un doble sentido: por un lado, el carisma de la tradición, por otro, el carisma consustancial a una persona. Todo Papa, por el solo hecho de serlo, es carismático por tradición. No todos, sin embargo, son carismáticos en sentido personal. La elección papal, el Cónclave, deberá determinar quién reúne mejor estas dos condiciones carismáticas: La del pasado y la de los atributos personales. Esos atributos a su vez no solo dependen del carácter de la persona sino de la capacidad que esta tenga para confrontarse con los actuales problemas de la humanidad.
La voz del Papa viene del pasado, pero su voz resuena en el presente. Se espera, además, que esa voz venga de ese lugar que está más allá de todo lo pasado y de todo lo presente. Para los teólogos ese lugar se llama cielo; para San Agustín, es la Ciudad de Dios. En cierto modo se espera que el Papa sea una suerte de embajador de la Ciudad de Dios en la Ciudad de los Hombres. O al revés: que el Papa sea un representante de la Ciudad de los Hombres ante la Ciudad de Dios. En los dos casos se espera que el Papa ocupe un lugar intermedio entre el pasado que representa, el presente donde actúa y el tiempo eterno del más allá. Una tarea imposible para cualquier ser humano, dirán muchos.
Efectivamente. Pero nadie espera que el Papa sea un semi-Dios, solo un símbolo viviente del nexo que ata a todos los tiempos personificado simbólicamente en la presencia de su persona. Un hombre que perteneciendo al dominio de lo sagrado no es sagrado como hombre pero sí por la investidura que porta. En fin, se espera de ese hombre que convierta la voz de Dios en palabras dirigidas no solo a los cristianos, sino a todos los hombres del mundo, no importa a cuál religión adscriban ellos.
El Papa pretende ser la voz del consuelo y del perdón. Por esa razón sus palabras deben ser dirigidas a quienes más sufren en esta tierra y a quienes más daño causan, conminándolos a pedir perdón, no a través de oraciones sino con sus actos. Una muy difícil tarea. Lo que al fin debe intentar el Papa es decirnos que, en los peores momentos por los que atraviesa la humanidad, no estamos solos. Hay un Dios que está con nosotros. Luego, no con el Papa debemos comunicarnos sino a través del diálogo interior que establecemos hablando con y a través de nuestra conciencia. Pero a la vez el Papa debe hablarnos desde este mundo; no del cielo que a él le está vedado conocer mientras viva.e
El Papa vive en el mundo; en medio de la in-mundi-cia que habitamos todos. El mundo del Papa no es puro ni su Iglesia tampoco lo es. El ser humano, incluido los más santos, vive en las tinieblas de la caverna de Platón -quien con su alegoría, según Benedicto XVl, presintió al Dios de los cristianos-. La luz total, nos está vedada; y si accedemos a ella, seremos ciegos, como ciego quedó San Pablo por unos días luego que sufriera en su propia carne la revelación de Dios. Pero, a diferencia de otras religiones, el Papa nos comunica que ser en Dios es seguir el ejemplo de un Hombre que vivía con Dios. En Jesucristo, no un semidios, no un centauro, no un mitad dios mitad hombre, moraba en su cuerpo como mora en el cuerpo de cada uno de nosotros si lo dejamos entrar. Precisamente en eso pensaba el cardenal Jacopo Lomeli, Decano del Colegio Cardenalicio de Roma, a quien –según la extraordinaria novela Cónclave de Robert Harris- le fue encomendada la tarea de administrar el Cónclave de donde debería provenir un nuevo Papa, una tarea pesadísima y dura, como pocas las hay.
Cónclave, la novela
¿Por qué me voy a referir a la novela y no a la famosa película que en este mismo momento está siendo rodada en los cines de casi todo el mundo? Mi respuesta es la siguiente: Tanto la novela como la película, son excelentes. Pero a la vez son dos géneros diferentes.
Una película muestra en la intensidad de las imágenes lo que no siempre podemos decir con palabras. Una novela, en cambio, nos da a conocer la profundidad de los pensamientos cuando estos no se pueden mostrar con imágenes. Más todavía si esos pensamientos corresponden con el diálogo interno de un personaje consigo mismo, como en el ficticio Cardenal Lomeli, quien en su labor administrativa se ve obligado a pensar en lo divino y en lo humano casi sin intervalos.
En efecto, a través del Secretario de Estado, Lomeli, vivimos un Cónclave por dentro, es decir, las palabras de los cardenales electores no mayores de 80 años cuando hacen política (no solo eclesiástica) tratando de promover a sus respectivos candidatos. Ahí nos enteramos cuán político y a la vez cuán teológico es un Cónclave.
Político es un Cónclave por dos razones: la primera es que cada uno de los candidatos es un representantes de tendencias o corrientes muy terrenas. ¿Debe el futuro Papa erigirse en contra de los excesos que a juicio de los participantes incurren grandes sectores de la humanidad? ¿Deben acompañar a los pobres, entre ellos a esos hijos de la globalización, los emigrantes quienes desde el infierno de sus naciones arruinadas buscan hacer una vida nueva y digna en las metrópolis de la pos-modernización? ¿Deben los Papas legitimar a dictaduras y tiranías solo porque estas intentan congraciarse con la Iglesia? O, en otras palabras ¿deben tomar partido por la democracia a sabiendas que esta es solo una (solo una, repito) entre diversas formas de gobierno? Y no por último, ¿deben referirse a las guerras de cada tiempo? ¿Qué posición habrá que tomar frente a gobiernos invasores? Pienso en Putin. ¿Deberá el Papa denunciar las masacres cometidas a la población civil, con energía o suave diplomacia para no enemistarse con otras confesiones no cristianas? Pienso en los territorios del Gaza, pienso en ciudades como Bucha o Mariúpolis en Ucrania. ¿Deberá callar el Papa sobre las dictaduras “de izquierda” o de derecha”? ¿O simplemente deberá contentarse con hacer llamados a la buena voluntad de los hombres, algo así como para salir del paso?
Está claro: el Papa no debe tomar partido. Lomeli lo entiende perfectamente; pero también debe tener en cuenta que, quiera o no la Iglesia, el mundo ya está partido. Política, militar, social y económicamente partido. ¿Cómo no tomar partido en un mundo partido?
Jesús no tomó partido, ni por los fariseos ni por los saduceos de su tiempo; pero al mismo tiempo les advirtió acerca de los males que podrían producir. A los primeros los acusó de amar más a las letras de la religión que a Dios. A los segundos les dijo; “guarda tu espada; el que a hierro mata a hierro muere”. No eran palabras políticas, pero sus consecuencias fueron y son enormemente políticas, pienso yo.
Lomeli duda y duda. Mira a los hombres de cada “partido” inter-eclesial. A un lado el culto y liberal Secretario de Estado Aldo Bellini, “brillante pero neurótico”, amigo personal de Lomeli. Al otro, el conspirador y ultraconservador canadiense Joseph Trembley. En el medio el Confesor Principal, el africano Joschua Adeyeme, quien parece dispuesto a introducir las danzas de los pueblos de Africa en la Santa Misa pero a la vez declara con orgullo ser un perseguidor de homosexuales y lesbianas. Y sobre todo, ahí también estaba el defensor de la Antigua Iglesia de Roma, enemigo personal de Lomeli, el rudo, reaccionario y elocuente cardenal de Venecia, Gofffredo Tedesco. Y no por último, un humilde, delicado y esbelto cardenal filipino llamado Vincent Benitez, quien dirigía, casi desde la clandestinidad, la diócesis de Irak, bajo bombardeos y matanzas a mujeres y niños. Pero, además, profesaba con firmeza la idea de que nuestra Conciencia es el lugar donde Dios en cada uno habita. Entre todas esas posibilidades, Lomeli llegó a pensar que “el Cónclave no era más que un instrumento imperfecto ideado por el hombre”. Tenía razón.
Por de pronto la idea del Cónclave no figura en ninguna parte de la Sagrada Escritura. Ahora, si esos hombres al instituir el Cónclave se inspiraron en Dios o en sí mismos, era harina de otro costal. Lo cierto es que, quisieran o no, el Cónclave es político.
Político es el Cónclave, además, en sus procedimientos. El candidato que llegará a ser Papa debe serlo por votación secreta, norma que rige desde el siglo Xlll hasta nuestros días. Eso quiere decir que la Iglesia, anticipándose en siglos a las repúblicas modernas, ya había introducido en su interior el sistema electoral. El procedimiento electoral, por si fuera poco, puede considerarse pre-democrático. Pues, para alcanzar la mayoría absoluta debe transcurrir el tiempo de las deliberaciones, las que tienen lugar no en asambleas (a veces también) sino en los pasillos y corredores, pero sobre todo en las habitaciones privadas de cada cardenal. Allí, pudo observar Lomeli, eran practicados los buenos hábitos de la discusión teológica, pero también los peores de la politiquería, entre ellos los de comprar votos de cardenales a cambio de suculentas sumas de dinero. Lomeli llegaría así a comprender el desánimo del muerto Santo Padre, quien al decir de sus más cercanos, había perdido, no la fe en Dios, sino en la Iglesia. Esa fe no la perdió, sin embargo, el Cardenal Lomeli, aunque estuvo a punto de perderla.
Lomeli era hombre de Iglesia pero también ciudadano de este mundo. Esa Iglesia había sido formada por hombres; seres hechos con madera torcida, según Kant. Pero también esos hombres creían en Dios, algunos muy profundamente. Fue a través de esas reflexiones cuando Lomeli descubrió que sus dudas eran también un atributo divino. Lo descubrió precisamente en los momentos en que leía su Homilía y al notar ahí que lo que había él mismo escrito no eran más que lugares comunes, dejó de pronto los papeles a un lado y comenzó a improvisar. Habló sobre la duda. La duda como condición del pensar que nos lleva a la Creencia. Citó Lomeli nada menos que Pablo, en su Carta a los Efesios, donde también el santo fundador habla de sus propias dudas.
Las palabras de la Homilía escandalizaron a algunos partidarios del Dogma. Pero ya Lomeli había abierto una brecha teológica que haría posible la designación de un nuevo Papa. No diré, por respeto a quienes aún no han visto la película ni leído el libro, cual de los aquí nombrados fue el elegido. Pero sí diré que el discurso de Lomeli es una pieza maestra en la novelística de Robert Harris.
¿Es el Papa elegido por Dios a través de sus cardenales? Evidentemente, no. Pero tal vez podría serlo si tenemos en cuenta que esos cardenales, como cada uno de nosotros, según Lomeli, puede abrir su conciencia al llamado del Ser (algunos lo llaman Dios) y, a través de la duda, atributo divino según el mismo Lomeli, actuar como si Dios (algunos lo llaman Ser) así lo hubiera decidido.