El día 21 de diciembre de 1989, cuatro días antes de ser ejecutado, el dictador rumano, Nicolás Ceaucescu, conocido como el “Conducator” , se dirigió al pueblo en estos términos, prometiéndole aumentar el salario mínimo y las pensiones: "esta mañana hemos decidido que, durante el próximo año, aumentaremos el salario mínimo", dijo.
Aquel último discurso era la fiel representación de la pérdida del poder, con los silbidos extendiéndose entre la multitud congregada en la plaza central de Bucarest, mientras prometía una ridícula subida del salario mínimo, subsidios para más de cuatro millones de niños o el aumento de las pensiones. Ya era demasiado tarde.
Como en otros países vecinos, a finales de 1989 una buena parte de la sociedad rumana estaba hastiada del gobierno del "conducator", como se había hecho llamar en los años 80 para rendir culto a su persona. Su política económica, así como el plan de austeridad draconiano con el que se quiso liquidar la deuda nacional lo antes posible, habían incrementado la pobreza de Rumanía hasta límites insospechados, mientras la familia Ceaucescu acumulaba una de las fortunas más grandes de Europa.
El 16 de diciembre había estallado la primera protesta en Timisoara, que continuó al día siguiente con la ocupación por parte de los manifestantes de la sede del Comité del Distrito del Partido Comunista Rumano (PCR) y la destrucción de documentos oficiales, propaganda política, textos escritos por Ceaucescu y otros símbolos del régimen socialista. El mandatario ordenó disparar contra la población civil, pero, lejos de aplacar la ira del pueblo, convirtió a la ciudad rumana en un polvorín: muertes, peleas, automóviles incendiados, tanques enfrentándose a civiles y voluntarios organizados en retenes para cazar a francotiradores.
La revuelta se extendió rápidamente a otras zonas del país y llegó a la capital, causando miles de muertos en lo que fue uno de los sucesos más graves de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El Frente de Salvación Nacional, como se llamó al Gobierno que sustituyó a Ceaucescu, informó después que los combates registrados desde el inicio de la revuelta popular habían cobrado entre 60.000 y 80.000 víctimas.
El objetivo del discurso del 21 de diciembre de 1989 no era otro que celebrar una multitudinaria manifestación de adhesión al régimen, con la televisión retransmitiendo en directo, y condenar los sucesos de Timisoara. "Parece cada vez más claro que hay una acción conjunta de círculos que quieren destruir la integridad de Rumania y detener la construcción del socialismo, para poner de nuevo a nuestro pueblo bajo la dominación extranjera. Tenemos que defender con todas nuestras fuerzas la integridad e independencia del país", declamó el dictador ante los tímidos aplausos de la primera línea de asistentes. Estos habían sido traídos desde las fábricas, a punta de pistola, para escuchar proclamas como "mejor morir en la batalla, lleno de gloria, que ser una vez más esclavos en nuestra propia tierra" o "debemos luchar, para vivir libres".
Pero Ceaucescu había malinterpretado el espíritu de los restantes manifestantes, que se habían congregado en la plaza central de Bucarest para abuchearle. La imagen del dictador y su esposa Elena tratando de calmar a los asistentes, y pidiéndoles que permanecieran en sus asientos para poder continuar con su discurso, resultaba ciertamente caricaturesca, sobre todo después del anuncio de los irrisorios incrementos del salario mínimo y las pensiones.
La reacción de su "amado" pueblo fue tal que su guardia personal le recomendó que se ocultara en el interior del edificio, al tiempo que la señal de televisión era sustituida por anuncios ensalzando las bondades del socialismo. Pero la mayor parte de la población ya se había percatado de que algo extraño estaba sucediendo en Bucarest y no dudó en lanzarse a las calles de las principales ciudades para gritar "¡muerte al dictador!" y "¡abajo el gobierno!".
Ceaucescu aún tuvo tiempo de cometer un último error, quizá el más fatídico de todos: no huir de inmediato. Tenía la convicción de que la represión de las revueltas que había ordenado terminaría por apaciguar los ánimos. Y cuando se convenció de que aquello no era posible, ordenó a su piloto personal que consiguiera dos helicópteros con personal de seguridad para escapar.
Demasiado tarde. Cuando éste dio las órdenes, Ceaucescu alcanzó a escuchar la respuesta del oficial en el auricular, que sonó casi como una sentencia de muerte: "Señor Presidente, hay una revolución aquí afuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!". Tuvo que echar entonces mano de un vehículo y huir hasta refugiarse con su esposa en un instituto a las afueras de la capital. En las calles, el Ejército había dejado de obedecerle.
Nicolás y Elena fueron detenidos pocas horas después, mientras los principales responsables del aparato de Gobierno y sus militares eran ejecutados. El día de Navidad fueron juzgados y condenados a muerte, sin que el dictador pareciera darse cuenta de que su hora había llegado. "Sólo contestaré al Parlamento del pueblo y ustedes tendrán que responder", gritaba encolerizado e insultaba al juez ("usted no sabe leer ni escribir"). "Usted siempre ha declamado actuar y hablar en nombre del pueblo, ser amado por el pueblo, pero solo ha hecho al pueblo esclavo de una tiranía durante todo este tiempo", le replicó el fiscal.
El 25 de diciembre de 1989, el matrimonio más poderoso de Rumania fue conducido atado de manos directamente al paredón. Cuentan que fueron muchos los voluntarios que se ofrecieron para apretar el gatillo y, cuando ocurrió, las manifestaciones continuaron en Bucarest pidiendo que fueran mostrados los cadáveres por televisión. Hasta que no los vieran, no podrían creérselo. Aquellas imágenes, que dieron rápidamente la vuelta al mundo, ocupan un lugar destacado en la historia del siglo XX.
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