Los imperios en la historia han compartido un ciclo vital igual: aparecen, se desarrollan, alcanzan el auge, y desaparecen o dejan de serlo
¿Será el ocaso del denominado imperio americano?
La respuesta depende del enfoque con que se analice el concepto de "imperio". Aunque Estados Unidos no es un imperio tradicional en el sentido clásico, como Roma, el Imperio Británico o el Español, académicos, analistas y líderes internacionales lo han calificado como un “imperio moderno” o un “imperio informal”.
Tradicionalmente, un imperio es un sistema político en el cual un Estado central domina extensos territorios y poblaciones diversas, ya sea por conquista militar, dominación política directa o control económico militar, y cultural.
Estados Unidos mantiene un poder militar global sin precedentes. Posee más de 750 bases militares en 80 países, y mantiene presencia en todos los continentes. Igualmente tiene la capacidad de proyectar fuerza en cualquier punto del planeta.
Su influencia económica y financiera es mundial. El dólar estadounidense es la principal moneda. La Reserva Federal y Wall Street influyen de forma determinante en los mercados globales. Las empresas multinacionales más grandes como Google, Apple, y Amazon son estadounidenses.
Su fortaleza cultural y tecnológica es definitiva. Desde Hollywood hasta Silicon Valley, y pasando por las redes sociales, música, y la moda… El estilo de vida estadounidense —American Way of Life— en gran medida ha sido exportado globalmente.
La tecnología, desde Microsoft, la inteligencia artificial, hasta Netflix, impone estándares mundiales.
El Dominio institucional y diplomático le permitió a los EEUU fundar la ONU, el FMI, el Banco Mundial, o la OTAN. Tiene poder de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Interviene política y militarmente en países de Europa durante la I y II guerras mundiales, así como en Vietnam, Laos, Camboya, el medio Oriente, Irak, Afganistán, Yemen, y distintos países de Latinoamérica, Africa y del mundo.
Por el otro lado, Estados Unidos es la metrópolis donde millones de personas desean estudiar o emigrar y vivir, y el inglés es la lengua global dominante. Además, las universidades estadounidenses están entre las más prestigiosas del mundo y predominan en las investigaciones científicas.
Todo esto representa lo que más destacaba en los imperios. No obstante, Estados Unidos no tiene colonias oficialmente. No administra directamente territorios ajenos como lo hacía el Imperio Británico. Se rige por una constitución democrática, con alternancia política, lo cual dista de los imperios autocráticos históricos. Muchos de sus aliados como Japón, Alemania, Corea del Sur, y otros no son colonias, sino naciones soberanas con gobiernos elegidos democráticamente.
Desde la psicológica y la política EEUU sí es un imperio
Estados Unidos ha ejercido durante más de 75 años un liderazgo global basado en hegemonía consensuada. Es decir, su poder ha sido aceptado —y en muchos casos solicitado— por otras naciones debido a su prestigio, influencia, protección o inversión. Pero también ha sido cuestionado y resistido por quienes lo ven como un nuevo tipo de dominio a través de normas, instituciones, cultura y poder económico.
Tomando en cuenta lo expresado, la pregunta de si ¿los EEUU es un imperio? Para nosotros, la respuesta es: Sí… pero no uno clásico. Estados Unidos es un imperio desde el siglo 20. Con un auge de casi 100 años. Un imperio informal, globalizado, tecnológico y financiero, basado más en la influencia que en la ocupación directa. Algunos lo llaman “imperio liberal”, otros “imperio de consentimiento”, o incluso “imperio hegemónico”. Como sea, ejerce una forma moderna de poder imperial, y la historia nos dirá si logra mantenerse como tal… o si, como todos los imperios antes que él, comenzará una paulatina caducidad. Hoy, frente a las profundas transformaciones del siglo 21, cabe preguntarse si estamos presenciando el inicio del declive del imperio estadounidense, o si por el contrario, este posee los recursos y la capacidad adaptativa para seguir liderando el orden mundial.
La hegemonía estadounidense tras la II Guerra Mundial
Desde el final de la depresión de los años ’30, y la II Guerra Mundial, Estados Unidos no solo emergió como una potencia vencedora, sino como el eje del nuevo orden internacional. Con una economía en expansión, una capacidad militar impresionante, y atómica, y una propuesta de valores basada en democracia y libre mercado, se convirtió en el líder del mundo libre frente al bloque soviético. Tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS, la hegemonía global estadounidense pareció consolidarse sin rival.
Sin embargo, el presente siglo ha traído nuevas dinámicas. La globalización, los avances tecnológicos, la revolución digital, el ascenso de Asia y las tensiones internas dentro de las democracias occidentales han transformado profundamente el tablero geopolítico. Ante este panorama, surgen interrogantes legítimos: ¿Está EEUU en decadencia? ¿Será desplazado por potencias emergentes como China, India o incluso Brasil? ¿O será capaz de reinventarse, como lo ha hecho en el pasado, y reafirmar su liderazgo global?
Estados Unidos: ¿declive o transformación?
A primera vista, los indicadores invitan a la cautela. Aunque EEUU sigue siendo la economía más grande del mundo, China lo ha alcanzado en paridad de poder adquisitivo, y se proyecta que lo superará en PIB nominal antes de 2030.
En el terreno militar, Estados Unidos conserva una supremacía indiscutible ya que lidera en gasto de defensa con casi 40% del gasto militar global, cuenta con cientos de bases militares en el mundo y mantiene una superioridad cualitativa en capacidades estratégicas. Ninguna otra nación tiene esta capacidad bélica. A pesar de ello, China está cerrando la brecha con rapidez, con avances significativos en tecnología militar, armamento hipersónico, y flota naval.
Desde la psicología social y política, uno de los signos más preocupantes del presente estadounidense no es externo, sino interno. La creciente polarización política, la pérdida de confianza en las instituciones democráticas, el auge del populismo y la fragmentación cultural, son síntomas de una posible crisis de identidad nacional. Estos elementos no implican necesariamente decadencia, pero sí un debilitamiento de la cohesión que históricamente ha sido fuente de fortaleza.
Aun así, la resiliencia institucional, la vitalidad de su sistema universitario, el dinamismo de su economía digital, su liderazgo en innovación tecnológica, particularmente en inteligencia artificial, biotecnología y computación cuántica, y su capacidad para atraer talento global siguen siendo activos poderosos.
¿Es la polarización en los EEUU el preludio de su decadencia?
Durante décadas, la fortaleza institucional y política de los Estados Unidos no ha descansado únicamente en su poderío económico, militar o tecnológico, sino en su capacidad de alcanzar acuerdos bajo un sistema bipartidista funcional. Demócratas y republicanos, aun con diferencias ideológicas, han sabido coincidir históricamente en asuntos fundamentales como la defensa de la Constitución, la política exterior, la economía de mercado y los valores cívicos compartidos. Esta cultura del consenso permitió el crecimiento sostenido del país y su consolidación como potencia global tras la II Guerra Mundial.
Sin embargo, esta dinámica comenzó a erosionarse de forma acelerada tras la elección de Barack Obama en 2008. A partir de ese momento, ambos partidos comenzaron a radicalizarse y a distanciarse del centro político y social. El discurso político se endureció, los acuerdos se convirtieron en traiciones para las bases más ideologizadas, y el Congreso se transformó en un campo de batalla permanente. El Poder Judicial, históricamente visto como un árbitro imparcial, ha sido arrastrado al torbellino de la politización. Hoy, las decisiones de la Corte Suprema son interpretadas según la afiliación de sus jueces, y no por su apego al derecho.
Más preocupante aún es el efecto de esta polarización en la sociedad estadounidense. Ya no se trata de debates sobre políticas públicas, sino de narrativas antagónicas sobre la legitimidad del adversario político. Se acusa al otro no de estar equivocado, sino de ser inmoral, corrupto, traidor o incluso criminal. Y cuando ambos bandos lanzan estas acusaciones con igual vehemencia, el ciudadano común —el soberano en una democracia– termina creyendo que todos son culpables. Este es, históricamente, uno de los síntomas de decadencia de los grandes imperios: la pérdida de fe en las instituciones, en la unidad nacional, y en la posibilidad de diálogo.
El espejo de Venezuela
En mi país de origen, Venezuela, existieron durante décadas dos partidos fundamentales para la vida democrática. Uno, Acción Democrática, con una orientación socialdemócrata cercana ideológicamente al Partido Demócrata de Estados Unidos, y COPEI, de inspiración social cristiana y conservadora, más próximo al pensamiento republicano moderado. Ambos partidos protagonizaron la construcción de una democracia representativa que, con virtudes y defectos, logró estabilidad, alternancia en el poder y progreso social durante gran parte del siglo XX.
Sin embargo, con el paso del tiempo, sus dirigentes comenzaron a atacarse mutuamente con acusaciones de corrupción y deslegitimación moral, cruzando la línea que separa la crítica democrática del discurso de destrucción. El lenguaje político se volvió tóxico. Se dejaron de ver como adversarios y empezaron a tratarse como enemigos. Y el pueblo venezolano, expuesto a ese discurso constante de desconfianza, terminó creyéndole a ambos: creyó que ni uno ni otro eran dignos de confianza.
En ese vacío de credibilidad emergió un hábil autócrata de origen militar, populista, carismático y oportunista. Supo leer el desencanto ciudadano y se presentó como el salvador frente a los partidos tradicionales. Invitó al pueblo a rechazar no solo a Acción Democrática y a COPEI, sino también a la democracia que entre ambos habían construido. La mayoría votó por él, convencida de que destruía lo viejo para traer lo nuevo.
Pero lo que vino fue el desmantelamiento de la república: cerró el Congreso, impuso una Asamblea Nacional Constituyente bajo su control absoluto, tomó el poder judicial, el poder electoral, subordinó las fuerzas armadas y a los cuerpos de seguridad, y con ello, anuló las libertades democráticas. El resultado fue una devastadora regresión institucional que aún hoy golpea a Venezuela y a millones de sus ciudadanos.
Este caso no es una advertencia abstracta. Es una experiencia vivida. Cuando en una democracia los partidos dejan de dialogar, cuando los líderes prefieren el insulto al consenso, y cuando el pueblo pierde la fe en sus instituciones, el terreno queda fértil para el surgimiento del autoritarismo. La historia venezolana es un espejo del que otras democracias, incluyendo la estadounidense, deberían cuidarse de no reflejar.
Roma no cayó en un día
La larga agonía del imperio romano comenzó cuando el consenso político se fracturó y las facciones comenzaron a disputarse el poder como enemigos irreconciliables. El Imperio Español, el Británico, incluso el Soviético, mostraron patrones similares: cuando las élites dejaron de dialogar y comenzaron a destruirse mutuamente, el declive fue inevitable.
Estados Unidos aún tiene los recursos y la vitalidad para evitar ese destino. Pero para lograrlo, sus líderes y ciudadanos deben reencontrarse con el espíritu que fundó la República: la convivencia entre opuestos, el respeto mutuo, y la construcción de acuerdos en el centro. Si esto no ocurre, la historia podría repetir su curso, y seremos testigos no del colapso inmediato, sino del lento pero profundo desgaste del experimento democrático más influyente del mundo hasta el presente.
China: ¿el nuevo imperio del siglo 21?
China representa, sin duda, el competidor más serio al liderazgo estadounidense. No sólo por su peso económico o militar, sino por su visión de largo plazo. Bajo el liderazgo del Partido Comunista Chino, ha logrado un desarrollo impresionante en menos de cuatro décadas, levantando a cientos de millones de personas de la pobreza, construyendo infraestructuras colosales, y ampliando su influencia global a través de iniciativas como la Franja y la Ruta, un megaproyecto internacional cuyo objetivo es conectar a China con Asia, Europa, África y América Latina mediante redes de transporte (puertos, trenes, carreteras, aeropuertos), energía (oleoductos, gasoductos, represas), telecomunicaciones (fibra óptica, 5G) y comercio digital y cooperación financiera.
A pesar de ello, el modelo chino enfrenta retos internos como es el envejecimiento poblacional acelerado, altos niveles de deuda, problemas de transparencia y una creciente vigilancia estatal que puede limitar su potencial creativo e innovador. El autoritarismo puede ofrecer estabilidad en el corto plazo, pero no necesariamente sostenibilidad en el largo.
Ahora bien, si los Estados Unidos no logran recomponerse y su sistema continúa deteriorándose desde dentro, la historia no quedará vacía de liderazgo. China esperará su turno, y lo hará con la paciencia estratégica que ha caracterizado a su civilización milenaria. Pero su modelo no será el del imperio democrático que ofrecía libertad y oportunidad al mundo. Será el de un imperio de control, disciplina y expansión comercial, que conquista no con tanques, sino con puertos, préstamos y satélites. Un imperio sin aliados verdaderos, sin “soft power” duradero, pero con una maquinaria estatal formidable. Por eso, lo que está en juego hoy en los Estados Unidos no es solo su propio destino, sino el de todo el orden internacional.
Si el país de Lincoln y Roosevelt no se eleva por encima de sus divisiones, el siglo 21 no pertenecerá a la libertad, sino al poder. Y entonces, demócratas y republicanos de esta era deberán rendir cuentas no solo ante la historia, sino ante la conciencia de las generaciones por venir.
¿India, un gigante en ascenso?
Por su parte, es la otra promesa. Su democracia, aunque imperfecta y marcada por tensiones religiosas y de casta, le otorga una legitimidad internacional que China no tiene. Su población joven, su dominio en el sector tecnológico y su peso geopolítico creciente —en el Indo-Pacífico, los BRICS, y su cercanía tanto con Occidente como con Rusia— la convierten en un actor crucial en el mundo multipolar que se está formando. No obstante, todavía debe resolver desafíos estructurales como la pobreza persistente, su infraestructura precaria y las desigualdades marcadas.
¿Y Brasil?
Brasil, con su riqueza natural, su potencial energético y su liderazgo regional en América Latina, tiene fundamentos para aspirar a un papel más relevante. Sin embargo, la inestabilidad política, la desigualdad social y la falta de continuidad en sus políticas de desarrollo han limitado su proyección mundial. Para emerger como un futuro imperio, deberá consolidar una estrategia de largo plazo, quizás para el siglo venidero, y fortalecer sus instituciones democráticas y diversificar su economía.
Rusia: ¿un poder menguante?
Rusia, heredera de uno de los grandes imperios del siglo XX, mantiene su relevancia sobre todo por su arsenal nuclear y su papel energético. Pero su economía es débil, su demografía en declive y su modelo autoritario ha sido cuestionado por su agresión a Ucrania. En lugar de avanzar hacia una renovación imperial como desea Vladimir Putin, en realidad parece replegarse en una lógica defensiva de preservación de influencia regional.
El caso británico: ¿un ejemplo para los Estados Unidos?
El Imperio Británico, que llegó a dominar un cuarto del mundo, también transitó por un proceso de auge, esplendor y declive. Sin embargo, tras la descolonización, el Reino Unido no desapareció como potencia. Reconfiguró su rol: es hoy una nación influyente, parte del G7, con poder global en educación, lengua, cultura, y alianzas estratégicas. No lidera el mundo, pero sigue siendo relevante.
¿Será ese el destino de Estados Unidos? ¿Pasar de superpotencia dominante a gran potencia entre iguales? Posiblemente. Pero a diferencia del Reino Unido, EEUU cuenta con ventajas estructurales que pueden permitirle mantener un liderazgo compartido: tamaño económico, innovación, diversidad demográfica, poder militar y red de alianzas globales.
Más que una decadencia inevitable, lo que enfrenta Estados Unidos es un replanteamiento de su hegemonía. El mundo de hoy no permite ya la supremacía unipolar. La emergencia de China, el ascenso de la India, y la complejidad de la geopolítica global marcan el tránsito hacia un orden multipolar.
Pero Estados Unidos no está condenado a desaparecer como líder global. Tiene la capacidad —si logra sanar sus fracturas internas y renovar su contrato social— de ser no el único imperio del siglo XXI, pero sí uno de los pilares fundamentales del equilibrio mundial. Como psicólogo y político, creo firmemente que las naciones, como los seres humanos, no están definidas por su pasado, sino por su capacidad de adaptarse, renovarse y proyectar una visión.
El siglo XXI no será el de un nuevo imperio absoluto, sino el de las grandes potencias interdependientes. Y en ese concierto, Estados Unidos todavía tiene mucho que decir.
¿Qué debe hacer EEUU para evitar su decadencia?
La historia ha demostrado que los grandes imperios y democracias no caen necesariamente por invasiones externas o crisis económicas, sino por sus propias fracturas no resueltas. El colapso suele comenzar cuando el diálogo se rompe, cuando los adversarios se convierten en enemigos, y cuando los partidos políticos, lejos de construir puentes, excavan trincheras.
Hoy, Estados Unidos enfrenta una polarización profunda que amenaza con erosionar sus cimientos democráticos. El sistema bipartidista, que por décadas fue una fuente de equilibrio y estabilidad, ha derivado en una confrontación permanente donde lo importante ya no es avanzar en políticas públicas, sino bloquear al otro, deslegitimarlo y, en muchos casos, demonizarlo ante la opinión pública.
Como psicólogo, he aprendido que los sistemas —sean familias, instituciones o países— comienzan a quebrarse cuando pierden la capacidad de escucha y empatía. Como político, sé que las naciones avanzan cuando los líderes comprenden que el arte de gobernar no es imponer, sino acordar. Y como venezolano, he vivido lo que ocurre cuando los partidos tradicionales destruyen su mutua credibilidad y abren la puerta a fuerzas autoritarias que prometen salvar la nación... y terminan hundiéndola.
Por eso me atrevo a afirmar como ciudadano estadounidense y con claridad que aún estamos a tiempo. La decadencia de EEUU no es inevitable. Pero evitarla exige una responsabilidad histórica por parte del Partido Demócrata y del Partido Republicano.
¿Cómo cambiar?
Lo primero recuperar el centro político. Nuestros dos partidos deben volver a valorar el centro como espacio de encuentro, no como signo de debilidad. La moderación no es cobardía sino sensatez. Estados Unidos ha prosperado cuando las grandes decisiones se han tomado con acuerdos bipartidistas, no con imposiciones ideológicas.
En segundo lugar, rechazar el extremismo propio. No basta con criticar al extremismo del adversario. Hay que enfrentar con valentía los radicalismos dentro de las propias filas. La política debe tener un mínimo común ético, el respeto a la verdad, a la institucionalidad, y a la convivencia democrática.
De tercero, defender la legitimidad del proceso democrático. Las elecciones deben ser aceptadas como expresión de la voluntad soberana. Cuestionarlas sin pruebas es dinamitar la base del sistema. Y cuando ambos partidos acusan al otro de robar elecciones o destruir a la república, siembran en el pueblo la desconfianza que precede a la ruptura.
Cuarto, cuidar el lenguaje político. Las palabras importan. No se puede seguir acusando al oponente de “enemigo”, “traidor”, “antiamericano” o “delincuente” sin consecuencias. El lenguaje violento abre la puerta a la violencia real. Y el odio que se propaga desde las tribunas políticas termina incendiando la calle.
Quinto, fomentar una nueva pedagogía democrática. Ambos partidos deben trabajar juntos en reconstruir el sentido de ciudadanía. Enseñar a las nuevas generaciones que el disenso no es guerra, que la diversidad de ideas enriquece, y que las instituciones existen para canalizar los conflictos, no para ser arrasadas. No hay enemigos sino adversarios.
Por último, y lo más importante: Reafirmar su compromiso con la Constitución. La Constitución de Estados Unidos ha sido faro del mundo libre. Su defensa no puede ser táctica, ni parcial, ni condicional. Los dos partidos deben reafirmar su apego irrestricto al Estado de Derecho, incluso cuando ello implique ceder en el corto plazo por el bien institucional.
No se trata de volver a una falsa armonía ni de ignorar las legítimas diferencias ideológicas. Tenemos que recuperar el respeto mutuo, el espíritu de convivencia y la voluntad de acordar lo esencial. Si demócratas y republicanos entienden la gravedad del momento y actúan con visión histórica, Estados Unidos puede no solo evitar la decadencia, sino renovar su liderazgo moral y democrático ante el mundo.
Si, por el contrario, ambos partidos siguen atrapados en la lógica del “todo o nada”, puede que la historia los recuerde no por lo que construyeron, sino por lo que permitieron que se derrumbara.
Casos de los imperios más relevantes
El imperio británico fue el más extenso de la historia, con colonias en todos los continentes. Para ellos, "el sol nunca se ponía en el Imperio Británico". Su máxima expresión fue en 1920. El imperio mongol en el siglo XIII, bajo Genghis Khan y sus sucesores, fue el mayor imperio terrestre. El imperio ruso con el Zar, y luego la Unión Soviética (URSS) con Joseph Stalin durante los siglos 19 y 20, fue vastísimo, y la URSS, se convirtió en una superpotencia global con gran influencia militar, ideológica, atómica y espacial durante la Guerra Fría.
El imperio español durante los siglos Siglo 16 y 17 fue el primer imperio global, pionero en la exploración y colonización de América. El imperio francés tanto el Napoleónico como el colonial entre los siglos 19 y 20 comprendió dominios en Europa, África, Asia y el Caribe. Antes, el imperio otomano desde Estambul dominó Europa del Este, Medio Oriente y el norte de África por más de 600 años. Se estableció formalmente en el año 1299 y declinó en 1922, cuando se abolió oficialmente el sultanato. En Asia, el imperio Qing en China en el siglo 18 fue la última dinastía imperial china.
El imperio romano en occidente que aparece en el año 27 a.C y seguido por el imperio bizantino, que comienza en año 330 d.C., con la fundación de Constantinopla, mantuvo su influencia legal, política, militar, cultural y religiosa sobre Occidente hasta nuestros días. El Derecho Romano, el cristianismo y la lengua latina forman parte de su legado. El imperio maurya en India que brilló el siglo III a.C., bajo el emperador Ashoka
fue el primer gran imperio de la India. Ashoka expandió el budismo por Asia y promovió la tolerancia religiosa y el gobierno basado en principios morales.
El imperio persa en pleno esplendor en el siglo quinto a.C., bajo Darío I y Jerjes
fue el primer imperio en implementar una administración centralizada multicultural y multilingüe. Permitió libertad religiosa y conectó Mesopotamia, Egipto, Asia Central y la India a través de carreteras y comunicaciones.
Todos los mencionados siguieron el ciclo: surgen, crecen, se desarrollan hasta su máximo auge y decaen en el mejor de los casos o desaparecen.
A los honorables miembros del Congreso de los EEUU
Esperemos que los “tirios y troyanos” del presente político en los Estados Unidos, se eleven por encima de la confrontación estéril y actúen con la estatura que exige este momento, porque si siguen atrapados en el juego de la destrucción mutua, y si anteponen la revancha política al bienestar común, podrían terminar siendo los sepultureros de la república que juraron defender. La historia les está dando la oportunidad de elegir entre ser los protagonistas de una renovación y auge los Estados Unidos en este siglo… o de ser los responsables de su ocaso.
Psicólogo
Comments