Decía Juan Nuño, el reconocido filósofo español que contribuyó con sus sólidos conocimientos a la formación de numerosas generaciones de estudiantes venezolanos, que en la elección presidencial de Estados Unidos deberían votar todos los ciudadanos de los países democráticos. No le faltaba razón al maestro: el país del norte constituye la nación más importante del planeta. Las decisiones que adoptan sus gobernantes, la mayoría de las veces tienen consecuencias importantes sobre el resto del mundo. Esa visión de Nuño hoy posee más significado que en cualquier otro momento. La democracia y los valores ligados a ella –respeto al Estado de derecho, inclusión de las minorías, independencia y equilibrio entre las instituciones públicas, libertad de pensamiento y de opinión, entre muchos otros- en la actualidad se encuentran arrinconados en gran parte del globo por autócratas que han construido modelos políticos hegemónicos y excluyentes. Estados Unidos tendría que ser un modelo de democracia.
Uno de esos líderes es Donald Trump, quien aterrizó en el campo de la política procedente de la esfera de los negocios y el espectáculo, sin que jamás hubiese tenido que negociar un presupuesto en el Congreso o se hubiese conectado con los problemas de una comunidad
desde una gobernación o una alcaldía. En 2016, cuando llegó a la presidencia, Trump era el propio forastero de la política. Ahora, ocho años más tarde, ha adquirido cierta experiencia. Sin embargo, los rasgos propios del advenedizo se mantienen intactos.
Aún sigue repitiendo, sin ninguna prueba, que en la elección de 2020 se cometió un fraude y que él fue el verdadero ganador de la contienda. Le resta importancia a los graves sucesos ocurridos el 6 de enero de 2021, cuando una turba de fanáticos inspirados por su discurso
insurreccional tomó por asalto el Congreso, violando una tradición de más de dos siglos en la cual el acto protocolar de reafirmar el ganador de los comicios en los colegios electorales, se efectuaba de forma pacífica. A los asaltantes del Capitolio, muchos de ellos enjuiciados por sedición, los considera héroes de la patria.
Su estilo pendenciero Trump lo ha incorporado como parte sustantiva de su cruzada para conseguir la reelección en 2024. Las campañas electorales no las asume como jornadas para contrastar propuestas políticas, económicas, sociales y culturales distintas, sino como la arena donde se debe destruir al competidor. Para él no hay adversario, sino un opuesto al cual hay que aniquilar. La Nación no existe en cuanto concepto unitario. Solo hay subalternos incondicionales y enemigos.
De ese modo se comportó con Joe Biden cuando este aspiró a la reelección, luego de su victoria en la Primaria del Partido Demócrata. Contra el presidente en ejercicio pocas veces esgrimió alguna idea interesante y profunda. Ni siquiera en el debate que ambos protagonizaron. Solo aplicó contra él denuestos y calumnia televisados.
Ese estilo de villano lo trasladó a su confrontación con Kamala Harris. Contra la vicepresidenta solo le ha faltado descalificarla por ser mujer. No se ha atrevido porque Kamala lo vapuleó cuando se aceptó debatir con ella frente a frente en un estudio de televisión. Allí no tenía un público fanatizado que lo aplaudiera. Para una mentalidad rústica
como la de Trump, el careo fue un calvario.
Sin embargo, donde se ha evidenciado el lado más perverso del aspirante es en el perfil de su campaña. Ese valor fundamental de la sociedad occidental que es el respeto a las minorías y a los sectores vulnerables, ha sido dinamitado. El perfil que Trump le ha imprimido a esa jornada combinan la segregación, el supremacismo machista, la misoginia, los bulos y el desprecio por la gente. Una de las víctimas ha sido la verdad. Dijo que en algunas comunidades estadounidenses los haitianos se comían los gatos, que les servían de mascota a los ciudadanos. Luego de una investigación, varios periodistas demostraron que tal afirmación era mentira. Desde luego que de los labios de Trump ni de ninguno de sus asesores jamás ha salido una disculpa. Lo último que se ha sabido es el cruel insulto a los puertorriqueños en el acto en el Madison Square Garden, donde un "cómico" allegado a Trump dijo que Puerto Rico era un montón de basura que flotaba en el océano Atlántico
(el sujeto ni siquiera sabe que esa área se identifica como Mar Caribe). El candidato se desmarcó del agravio, pero no lo condenó.
La tónica predominante en los actos proselitistas del candidato es el vejamen a grupos étnicos, religiosos y políticos, y la descalificación personal. Cuando surge alguna idea, esta suele desconcertar. Por ejemplo, dijo que el responsable de la invasión a Ucrania había sido
Volodimir Zelenski, con lo cual de paso sugirió que Estados Unidos, con él en la presidencia, no seguiría apoyando financieramente a Ucrania. Respecto de China, no se sabe si quiere desatar una guerra comercial, con la vuelta al proteccionismo radical, o si aspira a fomentar una cooperación inteligente entre ambas potencias. Lo mismo ocurre en su visión de Europa y la OTAN. Trump es una mezcla abigarrada de populismo, liberalismo y nacionalismo, dentro de un recipiente dominado por la improvisación y el autoritarismo.
Dios salve a Estados Unidos y al mundo. Kamala, ¡derrota a esa patota!
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