
Según la sabia conseja de Arturo Uslar Pietri y Juan Pablo Pérez Alfonzo, la renta petrolera tiene su origen en la liquidación progresiva de un activo público como lo es la riqueza del subsuelo.
En el texto Sembrar el petróleo de AUP leemos: “Cuando se considera con algún detenimiento el panorama económico y financiero de Venezuela se hace angustiosa la noción de la gran parte de economía destructiva que hay en la producción de nuestra riqueza, es decir, de aquella que consume sin preocuparse de mantener ni de reconstituir las
cantidades existentes de materia y energía”.
Cada barril de petróleo que extraemos de las entrañas de la tierra y vendemos en los mercados internacionales, es un barril que debemos restar a nuestras reservas, sin mencionar su eventual obsolescencia como fuente de energía primaria.
El corolario, a pesar de lo obvio, no se entendió: lo sensato era darle a esta renta un destino que propendiera a convertirla, no sólo en consumo privado, como ocurrió, sino en capital humano, capital financiero y capital físico, a objeto de preservar en el tiempo su valor y garantizar la expansión de nuestra base material para provecho de los venezolanos de hoy y del mañana.
También la renta petrolera constituye un ingreso de naturaleza externa. Su origen radica en la parte de riqueza que disponen otras naciones para pagar la energía que sustenta su forma de vida económica, la cual es transferida a naciones productoras y exportadoras de crudo como Venezuela. De allí que tal provento poco tiene que ver con la marcha de nuestra economía interna. Como decía Asdrúbal Baptista, nuestro país no puede desarrollarse sobre la base de un ingreso no producido internamente.
En honor a la verdad, no sólo fueron Arturo Uslar y Pérez Alfonzo quienes alertaron respecto a la naturaleza de una cuantiosa renta petrolera haciendo impacto sobre un país como el nuestro. Otro brillante venezolano, Alfredo Maneiro, hizo lo propio. Incluso, frente al sobre ingreso fiscal de los hidrocarburos ocurrido en los años 70 del siglo pasado, propuso lo que entonces parecía una locura: reducir drásticamente la producción petrolera nacional a
volúmenes que no indigestaran su economía y pervirtieran el alma nacional.
El padre de la OPEP y el fundador de La Causa R, fueron ambos señalados como personajes delirantes. Decían verdades que no eran del gusto de todos los oídos. Los llamaron “profetas del desastre”.
Al festín petrolero de los años 70 y principios de los 80 del siglo XX se debe sumar el de la primera década y media de la presente centuria. A dólares constantes de 1998, se recibieron en Venezuela, desde 1975 a 2021, un billón y medio de dólares de los Estados Unidos por concepto de exportaciones de crudo. Luego de ese aguacero de recursos que cayó sobre el suelo de la patria el saldo es que la nación vio partir hacia afuera del país a 7 millones de sus compatriotas, entre ellos parte de lo mejor de su inteligencia, clase profesional y emprendedores, al igual que a 350 mil millones de dólares de origen venezolano que se encuentran depositados hoy en cuentas de la banca extranjera.
Es decir, el ahorro y el talento nacional corrieron a buscar refugio en otras latitudes, lo que constituye la más cuantiosa descapitalización humana y financiera de la que se tenga memoria. La renta petrolera en manos del “petroestado”, apropiada categoría acuñada por la
investigadora norteamericana Terry L. Karl, se convirtió en un arma de destrucción masiva de riqueza.
“Después de ojo sacado no vale Santa Lucia”, reza la frase popular. Hablemos pues de lo que tenemos en el horizonte.
Se estima conservadoramente que, por exportaciones petroleras, Venezuela recibiría durante los próximos 20 años cerca de 400 mil millones de dólares corrientes actuales, si se levantan las sanciones económicas que sobre ella pesan y si se eleva la producción de crudo a más de 2 millones de barriles diarios a un precio de realización de US dólar 60 por barril a valor presente. Son escenarios factibles. Por eso, no es ocioso hacernos dos preguntas: ¿qué destino le será reservado a estos cuantiosos recursos? ¿Se permitirá que suceda lo mismo que ya ocurrió? Hay que impedir que se consuma nuevamente tal despropósito.
Realmente las revoluciones llamadas socialistas son hijas de la precariedad y de la escasez, mientras que las revoluciones de corte modernizador, son hijas de la abundancia que pocos años antes precede el momento en que estallan. Un viejo profesor de historia una vez nos
demostró, con datos en mano, que la revolución francesa se había producido en un período inmediatamente posterior al de mayor florecimiento económico que viviera Francia en
mucho tiempo.
Es posible que tuviera o no razón aquel sabio docente, pero lo cierto es que el problema de la Francia de finales del siglo XVIII no fue precisamente de tipo económico en general, sino financiero en particular, o mejor dicho, de finanzas públicas. El Estado francés, es decir, su
monarquía absolutista, tenía graves problemas de financiamiento en los tiempos previos al estallido de la revolución. Los llamados “gastos cortesanos”, y el sustancial apoyo prestado a los independentistas norteamericanos en su lucha frente al imperio británico, sumieron en la bancarrota a la monarquía francesa. No olvidemos que a la reina María Antonieta de Austria, por su consumo extravagante en Versalles le decían “Madame déficit”.
En definitiva, el pueblo francés, sobre todo sus clases productoras, se negaron a seguir financiando con altos impuestos aquel dispendio de un Estado sumamente costoso. Así se produjeron las condiciones que desembocaron en la toma de La Bastilla el 14 de julio de
1789. Haciendo una suerte de analogía histórica, algo similar ocurrió algunos años antes con la revolución independentista de los Estados Unidos de 1776. Las 13 colonias se sublevaron ante las maniobras tributarias de la metrópoli inglesa respecto al comercio del té.
Según informes del FMI y del Banco Mundial, de los 900 mil millones de dólares que ingresaron al país por el comercio petrolero en los primeros 15 años del siglo XXI, 60% se destinó a importación de bienes de consumo y 30% emigró en fuga de capitales. Del año 1999 al 2013, el consumo por habitante creció 50% y la producción por habitante 12%, según
datos del Banco Interamericano de Desarrollo. Es decir, consumimos 4 veces lo que produjimos. La diferencia entre las dos variables se compensaba con renta externa petrolera y endeudamiento público masivo. Cuando el crédito internacional se cerró y la producción y precios de crudo cayeron, la diferencia empezó a cubrirse con emisión monetaria, devaluación e inflación. Para hacer el cuento corto, nos empobrecimos de manera neta.
La verdad es que los venezolanos despertamos bruscamente de una “ilusión de armonía” y nos dimensionamos económicamente a nuestra capacidad real de consumo en función de nuestra capacidad real de producción. Por eso los salarios se depauperaron, el volumen de los negocios privados se desplomó y el Estado financieramente quebró.
Ahora tenemos un sector público cuyos compromisos contraídos con la población son inmensos y sus gastos de funcionamiento son gigantescos, lo cual se quiere financiar con una sobrecarga fiscal colosal que castiga a productores y consumidores. En Venezuela, el porcentaje de impuestos que pagan las empresas sobre sus ingresos operativos, está sobre el 60%, cuando el promedio de América Latina es de 30%.
Un Estado burocratizado y dispendioso creció de forma desordenada y caótica, haciendo mucho de lo que no debe y poco de lo que debería. Dispuso de una bonanza petrolera, y no obstante eso, llevó el déficit fiscal en un momento a casi 25% de PIB. Se impone una reforma
estructural de ese diseño de Estado. De Madame déficit.
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