El dolor de una madre que busca a su hijo no conoce fronteras ni ideologías. No distingue entre izquierdas y derechas, entre norte y sur, entre pasado y presente. Es un dolor que
atraviesa el tiempo y el espacio, que se manifiesta con la misma intensidad en las calles de
Buenos Aires y en las de Caracas.
Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo se convirtieron en un símbolo universal de la lucha por los derechos humanos. Con sus pañuelos blancos y su incansable determinación, estas mujeres enfrentaron a una dictadura militar que pretendía silenciarlas. Marcharon, buscaron y
exigieron respuestas cuando otros callaban por miedo. Su lucha no solo fue por encontrar a
sus hijos y nietos, sino por mantener viva la memoria y conseguir justicia. Gracias a su
perseverancia, muchas familias pudieron recuperar su identidad y conocer la verdad sobre sus seres queridos.
Hoy, décadas después, otras madres recorren las calles de Venezuela con el mismo dolor y la
misma determinación. Sus hijos, muchos de ellos estudiantes y activistas políticos, han sido
detenidos arbitrariamente, torturados o han desaparecido bajo el régimen de Nicolás Maduro.
Estas madres venezolanas enfrentan la misma angustia, la misma incertidumbre y el mismo
sistema de represión que pretende acallar las voces disidentes.
La tentación de politizar el dolor es grande. Algunos intentan justificar ciertas violaciones a los
derechos humanos mientras condenan otras, dependiendo de la ideología del régimen que las comete. Este es un error fundamental que debemos combatir. Los derechos humanos no son negociables ni selectivos. La tortura, la desaparición forzada y la represión son igualmente condenables, sin importar quién las ejecute o bajo qué bandera se cometan.
Cuando una madre pierde a su hijo en manos del Estado, cuando se le niega el derecho a saber su paradero, cuando se le impide darle una sepultura digna o luchar por su libertad, no
estamos ante un problema ideológico. Estamos ante una violación fundamental de la dignidad humana. Las Madres de Plaza de Mayo y las madres venezolanas comparten la misma lucha: la búsqueda de verdad y justicia en un sistema que pretende negarles ambas.
La historia nos ha enseñado que el silencio y la indiferencia son cómplices de la injusticia. Por
eso, es fundamental alzar la voz por todas las madres que buscan a sus hijos, sin distinción. Sus luchas no son contradictorias sino complementarias: nos recuerdan que los derechos humanos son universales y que su defensa debe ser incondicional.
La pregunta que plantea el título, ¿Madres sólo hay unas?, encuentra su respuesta en la universalidad del amor maternal y en la dignidad de su lucha. No hay madres de primera o segunda categoría. No hay dolor más válido que otro. Hay, simplemente, seres humanos buscando justicia y verdad. Y en esa búsqueda, todas las madres son una sola voz que clama por lo más básico y fundamental: el derecho a saber, el derecho a la justicia, el derecho a la
vida.
Los pañuelos blancos de la Plaza de Mayo y las pancartas en las calles de Caracas son
diferentes símbolos de la misma lucha. Una lucha que nos recuerda que la defensa de los
derechos humanos no es una cuestión de ideología, sino de humanidad. Y en esa humanidad, todas las madres son iguales, todos los hijos son valiosos, y toda búsqueda de justicia merece nuestro apoyo y respeto.
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