Al profesor Álvaro Toro. En Memoria.
Escribo este texto una semana antes del 28 de julio, día en que tendrán lugar elecciones presidenciales en Venezuela las que, dicho con seguridad, y sean cuales sean sus resultados, darán inicio a un nuevo capítulo de la historia del país. Ese día puede ser el del fin del chavismo, no como movimiento ni partido, pero sí como como gobierno y estado.
Las cartas bajo la mesa
Todas las encuestas serias apuntan hacia un triunfo del candidato de la oposición unida, Edmundo González Urrutia. El misterio es cuál va a ser la reacción del gobierno de Nicolás Maduro en caso de una derrota. Nadie imagina al autoritario presidente ciñendo la banda presidencial en el pecho de González. Tampoco nadie lo imagina reconociendo hidalgamente su derrota. Pero en la historia siempre hay un lugar para lo inimaginable. Quien escribe tampoco imaginaba a Augusto Pinochet cediendo el gobierno a Patricio Aylwin. Seguramente Pinochet tampoco lo imaginaba. Pero suele suceder que los actores políticos, cuando no pueden hacer lo que quieren y no quieren hacer lo que deben, deben resignarse a hacer lo que pueden, sobre todo cuando deben hacerlo en el marco de condiciones nacional e internacionalmente irreversibles.
Maduro tiene sin duda cartas bajo la mesa. Una es cometer un grosero desfalco electoral a lo Lukaschenko, quien se adjudicó 99% de los votos en un país donde más de la mitad de la ciudadanía se inclinaba por su dimisión. Pero Lukaschenko tenía a otro ladrón de elecciones como vecino y podía permitirse el delito horrible que cometió en su país manteniendo su impunidad. Una segunda carta sería para Maduro un golpe militar con el pretexto de asegurar el “orden publico” en caso de que las multitudes de la oposición reclamen en las calles un robo electoral. No está excluida tampoco la posibilidad de que las dos cartas sean una sola. Robo electoral y golpe de estado a la vez, a fin de impedir el ascenso al poder de la “derecha fascista” (para decirlo con el vocabulario que emplea Maduro).
Maduro tiene, sin embargo, una tercera carta: y es la siguiente: aunque sea de malas ganas, aceptar su derrota e intentar convertir a partir de ese momento al PSUV -mal que mal es el partido más numeroso de la nación- en eje de una oposición política en contra del nuevo gobierno. Con ese paso Maduro pasaría a la historia de la izquierda latinoamericana como un estadista y no como un criminal, que ese sería el caso si elije una de las dos primeras alternativas.
Dicho de modo más simple: o Maduro se convierte en un Pinochet de pseudoizquierda (es decir, en un nuevo Ortega) o se convierte en el dirigente de un movimiento chavista destinado a reconquistar el poder del mismo modo como lo perdió: con una mayoría electoral. Si todavía queda alguien sensato dentro del chavismo, diría a Maduro que esa sería la opción más realista. Al menos tendría la posibilidad de asegurar la continuidad política de la tradición chavista. Pues en caso de que viole esa tradición y decida convertirse en un neo Ortega habrá perdido no solo la elección sino lo que le queda de legitimidad frente a la oposición y ante los suyos.
Maduro debe saber que en estos momentos su gobierno es el más aislado del continente, no solo por la “derecha fascista” (la oposición), también por la izquierda democrática. Debe saber también que las grandes masas que una vez rodearon a Chávez, ya no son las suyas. Debe saber, no por último, que su gobierno ostenta los peores números, no solo continentales, también mundiales, en los índices de corrupción, respeto a los derechos humanos, equidad, justicia, servicios públicos, educación. En suma, si roba el gobierno a la ciudadanía, ya no podría sostenerse por su propio peso y su sobrevivencia en el poder solo la podría mantener sentado sobre bayonetas ensangrentadas.
Hay que tener en cuenta que el chavismo, ni en su forma originaria ni en su forma madurista, ha podido derrotar en 25 largos años y de modo definitivo, a la oposición. Todo lo contrario, esta se ha mantenido con altos y bajos a lo largo de los gobiernos de Chávez y de Maduro. Pero justamente –y esta es una ironía histórica– la persistencia de esa oposición ha traído consigo que, pese a todos los déficit democráticos del gobierno de Maduro, hay quienes nos negamos a calificarlo como una dictadura clásica.
A juicio de algunos opinadores el de Maduro es un gobierno que, de mala manera, u obligado por las circunstancias, ha permitido la apertura de espacios reducidos a la oposición. Esos espacios son partes del “legado” de Chávez. El fenecido presidente entendió que para sostenerse en el poder necesitaba de un mínimo de legitimidad electoral, de modo que siempre se sintió obligado a reconocer la existencia, aunque vilipendiada, de una oposición. Recordemos que en el 2003, después del “carmonazo” y del paro petrolero, Chávez lo tuvo todo en sus manos para convertirse en un dictador omnímodo; a lo Castro. Y sin embargo, por las razones que sean, no lo hizo.
Las pinochetadas de Maduro
Ahora bien, la duradera coexistencia entre gobierno autocrático y una variopinta oposición ha dado origen a un tenso e informal sistema de relaciones no siempre pacíficas, pero relaciones al fin. Evidentemente, el chavismo, aún sufriendo una estridente derrota electoral, se encuentra demasiado enraizado en la estructura social y política venezolana como para desaparecer de un día a otro en el caso de una debacle electoral. En otras palabras, cualquiera sea el resultado electoral del día 28-J, la lucha por el poder continuará en Venezuela el día 29. Que esa lucha sea política y no anti-política es una responsabilidad que no solo recaerá sobre los hombros del gobierno actual sino también de la oposición.
Una salida dictatorial, como algunas que ronronean en la cofradía estatal creada por Chávez y después endurecida por Maduro, significaría, sin más ni menos, la destrucción definitiva del chavismo como movimiento social y político para pasar a convertirse en esa forma de dominación que los politólogos denominan “gobierno pretoriano”. O en otros términos: si después de una mala performance electoral el gobierno Maduro decide pasar a la lucha armada en contra de un pueblo desarmado, enterraría definitivamente al chavismo como opción política de masas, hecho que sin duda alentaría resistencias entre sectores no dispuestos a renunciar a lo que ellos imaginan como una “revolución socialista” erigida sobre la voluntad mayoritaria de la ciudadanía.
No obstante, las palabras de Maduro no hacen presagiar nada bueno. Entre otras maravillas ha dicho: "La derecha trimardita no va a llegar al poder en Venezuela y me comprometo a no permitir que gane las lecciones el 28 de julio". O esta otra: "Si la derecha engañara a la población podría haber un baño de sangre y una guerra civil, porque este pueblo no se dejará quitar la patria ni los derechos sociales". Ahora, si esas pinochetadas son verdaderas, o simples fanfarronadas destinadas a asustar a electores indecisos (si es que los hay) lo sabremos en su determinado momento. Sin embargo no debemos dejar de considerar que no es lo mismo disparar contra estudiantes radicalizados que exigen la salida del gobierno que hacerlo en contra de masas que defienden un resultado electoral obtenido de modo pacífico y constitucional. Los chavistas deberán pensar no una sino varias veces lo que harán en el caso de que se vean obligados a tragar los polvos de su derrota. Lo mismo vale para la oposición, aunque en un sentido inverso.
Astucias de la razón
La oposición venezolana ha optado, al fin, por la vía electoral. Después de largos años de infructuosos abstencionismos, la línea democrática ha terminado por imponerse por sobre la antidemocrática línea anti-electoral. La contienda entre los representantes de esas dos líneas, la electoral y la anti-electoral, ha sido prolongada y dura. Si hacemos un repaso de una ya larga historia, veremos que desde un comienzo, con el intento de desbancar a Chavez vía golpe de estado y con un paro petrolero insurreccional, la oposición no ha tenido siempre un comportamiento democrático. Por el contrario: ha mantenido durante diversos periodos su primacía autoritaria y anti-política. Solo recién el 2006 logró articularse electoralmente alrededor del caudillo zuliano Manuel Rosales. El año 2007 obtendría su primera victoria electoral derrotando al mismo Chávez y a su plebiscito constitucional. Paradojalmente, defendiendo la primera constitución chavista, la oposición debió constitucionalizarse a sí misma.
El 2013 Henrique Capriles trazaría durante su campaña electoral los llamados cuatro puntos cardinales de la oposición: democrática, constitucional, pacífica y electoral. Siguiendo esa brújula, la oposición unida logró el 2015 un gran triunfo en las elecciones en la Asamblea Nacional. Maduro, previendo que la AN había construido un poder insurrecional, se dedicó a torpedearla gobernando mediante decretos. Objetivamente algunos parlamentarios de la oposición ayudaron a Maduro en esa empresa. La frase de Ramos Allup según la cual daba seis meses para que el gobierno de Maduro cayera, muestra de qué modo la antipolítica había avanzado al interior de la oposición. Siguiendo esa línea “insurreccional”, esa oposición se embarcó en el fracasado Revocatorio del 2016 lo que en sí no habría sido problemático si no hubiera descuidado la lucha más importante, las elecciones regionales del 2017, las que perdió de modo inobjetable.
Abandonada la ruta electoral la oposición pasó a ser conducida por sus sectores más extremistas. Las luchas callejeras del 2017, originariamente planteadas en defensa de la AN, se convirtieron en "marchas sin retorno" que dejaron detrás de sí regueros de muertes inútiles. El 2018, en un alarde de torpeza inaudita, los sectores democráticos de la oposición, sobre todo los partidos Primero Justicia y Acción Democrática, capitularon frente a las presiones de los sectores extremistas y decidieron regalar, mediante una absurda abstención, el gobierno a Maduro. Muy poco después, el 2019, irrumpiría la locura total representada en la figuras de Leopoldo López y su representante terrenal Juan Guaidó. La era del “fin de la usurpación sin tener con qué”, de los cucutazos, de los macutazos, de la subordinación al gobierno de Trump, de los intentos de golpes de estado (30 de abril), de las ridículas embajadas del “gobierno interino”, todo eso ha quedado atrás y algunos electoralistas de hoy no quieren ni recordarlo. Bajo la hegemonía de López-Guaidó, la tragedia de la oposición se había convertido en comedia y la comedia en farsa. Maduro podía respirar tranquilo y dormir, según sus propias palabras, “como un bebé”. Los partidos de la oposición yacían en ruinas, sus dirigentes estaban desacreditados.
El 2024 los ciudadanos, en un gesto de protesta contra los partidos ayer mayoritarios y después convertidos en cáscaras vacías, dieron como ganadora de las primarias a María Corina Machado, reconocida representante de la intransigencia. Maduro debe haberse sentido muy feliz con ese resultado. Machado polarizaba y lo que más conviene a un gobierno como el de Maduro es la polarización. Sin embargo, el mandatario no contaba con la posibilidad de que la razón de la historia puede ser a veces muy astuta.
Sin entrar en profundidades filosóficas –no es el caso– Hegel se refería con el término "astucias de la razón" (Fenomenología del Espíritu) al hecho de que muchas veces los resultados de los procesos históricos no equivalen con los intereses particulares o subjetivos sino con una razón que los supera, de modo que el objetivo final dista de ser el trazado por sus propios actores. Si quisiéramos expresar de modo popular esa visión hegeliana, podríamos formularla con el dicho “nadie sabe para quien trabaja”. En ese sentido no deja de ser astuta la razón que convirtió a la líder Machado, considerada hasta hace poco como representación del divisionismo radical, en la máxima representante de la unidad política de toda la oposición venezolana. Los hechos los desencadenó, sin habérselo propuesto, el propio Maduro al inhabilitar a Machado y luego a la profesora Corina Yoris. Sin darse cuenta tal vez, Maduro estaba repitiendo el guion de las elecciones del 2022 en Barinas cuando, después de que el gobierno inhabilitara a dos candidatos, hubo de ceder el paso a Sergio Garrido de Acción Democrática, quien terminó derrotando, nada menos que en la tierra natal de Chávez, al favorito de Maduro, Jorge Arreaza.
Siguiendo el ejemplo que Barinas dio, asistida por un rapto de buen juicio, o tal vez siguiendo consejos de algún asesor inteligente, Machado nombró como candidato al ex diplomático Edmundo González Urrutia, un hombre cuya forma política de ser dista de la de un radical enardecido como son algunos que rodean a la valiente líder. Visto el tema de esa manera, en vez de imponer posiciones extremas al conjunto de la oposición –era lo que esperaba Maduro- Machado asumiría posiciones de centro, descolocando al oficialismo.
La unidad Machado-González tiende, de un modo muy simbólico, a unir a los dos ríos afluentes de la oposición venezolana: el de la épica sin política de Machado y el de la política sin épica de González. Unidos los dos nombres en afortunada simbiosis, han dado origen a una política con épica, enfrentada a un Maduro sin épica y sin política.
María Corina Machado es la líder, Edmundo Gonzales Urrutia es el candidato. Un liderazgo y una candidatura que no servirían de nada si la astucia de la razón histórica no hubiera producido una unidad que hasta hace poco no tenía cómo ni dónde aparecer. Ambos nombres, Machado y González, son los legítimos representantes de una oposición unida hoy como nunca lo había estado antes.
No deja de ser llamativo el hecho de que quienes fueron los líderes democráticos y candidatos a presidentes de esa oposición, Manuel Rosales, Henrique Capriles y Henry Falcón, dejando rivalidades y rencillas a un lado, han dado todo su apoyo a la candidatura de Edmundo González Urrutia. Los momentos democráticos del ayer se unen con los del presente político. El 28 de julio será un día decisivo.
Commentaires